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.Alatriste fue incluso más rápido que suadversario, porque cuando llegó la primera estocada, él ya se había afirmado, desviándola con un golpe seco,y la punta de su espada llegó a una pulgada del rostro del otro, que se fue dando traspiés para evitarla.Esavez, advirtió el capitán yéndole encima, al muy hideputa se le habían quitado las ganas de silbar tirurí-tata oalguna otra maldita cosa.Antes de que se rehiciera el italiano, Alatriste metió pies acosándolo muy de cerca, con los medios de laespada y el tiento de la vizcaína, de manera que a Malatesta no le quedó otra que retroceder, buscandoespacio para dar su herida.Chocaron de nuevo, bien recio, bajo la misma escala del alcázar, y siguieronluego de cerca con las dagas y golpeándose con las guarniciones de las toledanas hasta la obencadura de laotra borda.Entonces el italiano dio contra el cascabel de uno de los cañones de bronce que allí estaban,desequilibrándose, y Alatriste gozó viéndole el miedo en los ojos cuando él se volvió de medio lado, le tiróde zurda y luego de diestra, a punta y a revés, con la mala suerte de que en ese último tajo se le volvió alcapitán la espada de plano.Aquello bastó al otro para lanzar una exclamación de alegría feroz; y con laeficacia de una serpiente dio tan recia cuchillada, que si Alatriste no llega a saltar atrás, del tododescompuesto, allí mismo habría entregado el ánima. Qué pequeño es el mundo murmuró Malatesta, entrecortado el aliento.Aún parecía sorprendido de ver allí al viejo enemigo.Por su parte el capitán no dijo nada, limitándose aafirmar de nuevo los pies, muy en guardia.Se quedaron así estudiándose, espadas y dagas en las manos,encorvados y dispuestos a arremeter.En torno continuaba la refriega, y la gente de Alatriste seguía llevandola peor parte.Malatesta echó un vistazo. Esta vez pierdes, capitán.Era demasiado ambicioso el mordisco.Sonreía el italiano con mucho aplomo, negro como la Parca, la luz sucia del fanal ahondándole las cicatricesy las marcas de viruela en la cara. Espero añadió que no hayas traído al rapaz a este escabeche.Ése era uno de los puntos débiles de Malatesta, consideró Alatriste mientras le tiraba una estocada alta:hablaba demasiado, y eso abría huecos en su defensa.La punta de la espada tocó al italiano en el brazoizquierdo, haciéndole soltar la daga con un juramento.Le fue encima entonces el capitán por ese hueco, fiando en la suya, largando tan atroz puñalada baja que ladestrozó al errar y golpearse con el cañón.Por un instante Malatesta y él se miraron muy de cerca, casiabrazados.Después retiraron las espadas con presteza, para ganar espacio y acuchillar el uno antes que elotro; la diferencia fue que, apoyándose con la mano libre y dolorida sobre el cañón, el capitán dio alitaliano una patada bien bellaca que lo empujó contra la borda y los obenques.En ese momento hubo unfuerte griterío en el combés, a sus espaldas, y el fragor de nuevos aceros se extendió por la cubierta delbarco.Alatriste no se volvió, pendiente como estaba de su enemigo; pero en la expresión de éste, de prontofúnebre y desesperada, pudo leer que Sebastián Copons acababa de abordar el Niklaasbergen por la proa.Ypara confirmarlo, el italiano abrió la boca soltando una espantosa blasfemia en su lengua materna.Algosobre el cazzo di Cristo y la sporca Madonna.Me arrastré mientras oprimía la herida con las manos, hasta apoyar la espalda en unos cabos adujados en elsuelo, junto a la borda.Allí desabroché mis ropas buscándome el tajo, que estaba en el costado derecho; perono pude verlo en la oscuridad.Apenas dolía, salvo en las costillas que el acero había tocado.Sentí cómo lasangre se derramaba dulcemente entre mis dedos, corriéndome cintura abajo, por los muslos, hasta mezclarsecon la que ya empapaba las tablas de la cubierta.Debo hacer algo, pensé, o me desangro aquí como unverraco
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